P. Manuel Díez, L.C.
«Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos» (Juan 15,13)
“¡Vete de colaborador!” “¡vete de colaborador!” se repetía insistentemente en mi cabeza un martes de julio por la noche. ¡No podía creerlo! Durante mi vida de Reino había crecido la convicción de que eso (ser colaborador) era sólo un escape para no comprometerse en tu propia sección y, no lo desaconsejaba pero, estaba seguro que yo no sería colaborador. Esta “inquietud” fue, sin embargo, tan clara y sagaz que en menos de una semana le había dado vuelta a todos mis planes; empezaba mi año de colaborador; y con ello, el primer paso para la más inesperada de mis vidas.
Soy el segundo de tres hijos de una familia católica “normal”, de estas que, como todo, tenemos trigo y cizaña. Estudié en un colegio de religiosas que, desde chico, me puso en contacto con la vida de fe y el apostolado. También en mi familia recibí buenas enseñanzas de esto; mi abuela paterna, por ejemplo, dedicaba todo lo que podía para servir a los demás: me llevaba a las actividades para mantener un asilo de ancianos y ella tomaba la iniciativa para ayudar con generosidad a la gente pobre; siempre nos enseñó a valorar mucho a las religiosas, sacerdotes y seminaristas, a quienes no era raro ver en casa; me insistía sentidamente sobre la importancia de la oración y no se cansaba de repetirme que “sin Dios no podemos hacer nada”. Fue en este contexto que, en torno a los cinco años, yo aseguraba que sería sacerdote.
Para llegar a los veintitrés años con los que comencé mi año de colaborador, había ganado ya mucho terreno la cizaña, como consecuencia de mis malas decisiones influenciadas por la inercia de la vida social, los dolores que uno va encontrando en el camino y sus erradas soluciones, las imprudencias -que me son muy propias-, etc. Digamos que “coherencia” y “virtud” no eran las palabras más adecuadas para calificar mi vida.
Sin embargo, el trigo tampoco se extinguía; por ejemplo, al empezar la universidad, que fue cuando conocí a los Legionarios de Cristo, “los padres” me invitaban a misiones o me buscaban para “platicar”, los esquivé exitosamente en varias ocasiones, pero detrás había “Alguien más” que no se daba por vencido. Poco a poco, providencialmente, me involucré y comprometí en los apostolados: iba de misiones y llevábamos a niños huérfanos de misiones, visitábamos hospitales para niños con cáncer, organizábamos macro-eventos para niños pobres, etc. Fue la oportunidad para experimentar en primera persona la paradoja que “el que más da, es el que más recibe; el que pierde su vida, la gana” (cf. Mc 8, 35; Mt 16, 25). Fue aquí que recibí también la bendición de mis amigos de Reino que, con el pasar del tiempo, valoro cada vez más. No podíamos no decir “qué bien se está aquí”.
Cuando llegué al cursillo de colaboradores, con más de cien jóvenes que generosamente le daríamos un año de nuestra vida a Cristo, me sentí, perfectamente fuera de lugar. Tuve que hacer un trato con el Señor: si Él lo quería, Él se tenía que encargar, pues yo no podía. ¡Funcionó bastante bien! Fue un tiempo de gracias especiales que se extendió a partir de entonces. Fue como el primer paso del hijo pródigo, en el camino de regreso a casa, que anhela la casa del Padre, y que -sin saberlo- antes se encontrará con un gran abrazo.
Con otro colaborador nos asignaron dos ciudades, ninguna de ellas tenía comunidad de padres, en una de ellas nunca había habido colaboradores y la otra llevaba varios años sin tenerlos; fue toda una experiencia. La nueva perspectiva para ver la vida hizo redescubrirlo todo, como si hubiera vuelto a nacer; seguramente Aquel que hace todas las cosas nuevas, tendría algo que ver en esto.
Durante ese año, una mañana meditaba sobre aquella higuera del Evangelio, a la que Jesús se acerca cuando siente hambre, poco antes de su pasión. Pensaba que, seguramente aquella era una higuera visible, con hojas, pero sin frutos; ¡igual que yo! Me di cuenta que había llevado una vida centrada en cuidar sobre todo las apariencias, el Señor había donado cualidades y yo aprovechaba para jactarme de ellas, pero eran sólo apariencias; hojas sin fruto. La experiencia del vivir para servir a los demás se potenció. En ese mismo tiempo recordé la convicción sobre el sacerdocio que dieciocho años antes profesaba, fruto de la cercana compañía del Señor.
Obviamente traté de huir, el sacerdocio era algo demasiado excelso para mí -y yo mismo no lo deseaba-, así que se lo dejaba con gusto a gente mejor. Pero esta vez, sin voces inesperadas, se fue desarrollando simple, suave y contundentemente, la certeza de que entregar la vida a Dios era lo que seguía. Lo comuniqué sólo a los mínimos necesarios. ¡Cómo le dolió a mi familia! Pero nunca dejaron de apoyarme y poco a poco se fue desvelando que la vocación era una cuestión familiar.
El paso siguiente fue “el candidatado”: un primer tiempo de prueba para discernir la vocación. Lo disfruté tanto, que empecé a creer que todos mis amigos de Reino deberían hacerlo. Me preguntaba cómo alguien que se cruzó con Dios podría no plantearse con libertad qué es lo que Dios quiere de él… Aún así, esperaba -con deseo- que los padres no me dejaran entrar a la Legión; hasta que el momento de mi decisión llegó y concedí con un simple “sí” -para toda la vida (mientras Él me sostenga)-.
El inicio de mi vida legionaria, parecía de otro mundo… y lo era. El noviciado fue como un torbellino de caridad, que procedía de Dios, de los hombres y ¡hasta de mí! De hecho, si tuviera que sintetizar lo que ha sido, desde el primer momento, mi tiempo de formación diría que “una escuela de caridad”. Nunca me imaginé poder amar tanto como para estar dispuesto a dar la vida por alguien más, por su bienestar (aún menos me imaginé que fuera así de profundo e insondable el amor de Dios que día a día se va dejando desvelar). No cabe duda que “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). Ojalá fuéramos dóciles para que Dios nos conceda la gracia de comprender el “tamaño amor” de aquel Amigo que se dio todo por ti y por mí.
Como en la vida natural, en la vida religiosa también se debe ir madurando y en justicia debo decir que, sin perder su carácter maravilloso, no todo ha sido miel sobre hojuelas. Me ayuda pensar que es como un árbol que para crecer más se debe sacar del invernadero; o antes, la semilla que, para germinar, debe pasar por el surco; o el oro por el crisol… o el cristiano por la cruz de su Señor. Sin embargo, ha sido precisamente en estos momentos cuando he experimentado que Dios es fiel, un Padre fiel -y misericordioso-, la roca de mi esperanza.
Es así como hoy me acerco a la ordenación. Como una obra modelada por las manos del artista divino, pero en un material muy humilde. Le debo mucho a los que han sido instrumentos del amor en mi vida. Pido sus oraciones para ser dócil a la gracia del Señor y llevar del modo menos indigno el don de su santo sacerdocio.
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