P. Julián Danilo Serna, L.C.
“Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré” (Jer., 1,5).
“Debo decir que mi vocación es muy sencilla. Dios la sembró en mi corazón desde que era muy pequeño. Recuerdo que cuando me preguntaban qué quería ser cuando grande, yo respondía que me gustaría ser sacerdote. No recuerdo que alguien me lo haya insinuado; nació en mí espontáneamente ese deseo”.
No podría comenzar esta historia sin hablar de mi familia. Personalmente, me siento muy agradecido con Dios Nuestro Señor por este don tan maravilloso. Gracias a ellos recibí la fe y los valores que han sostenido los primeros años de mi vida. Soy el menor de cuatro hijos varones. Mis abuelos, no tuve la gracia de conocerlos porqué murieron cuando yo ni si quiera había nacido, es más, creo que mis papás todavía no se habían conocido. En concreto mi papá resultó ser huérfano de padre y madre siendo aún menor de edad, por ello tuvo que llevar una vida de mucha sencillez, trabajo y sacrificio en el campo. De él aprendí el valor del trabajo, a ser austero y a actuar siempre movido por la voluntad de Dios. Recuerdo un día en que le dije que iríamos a un parque recreativo con la escuela, y él me respondió: “irás allá si Dios quiere”; y yo sin entender por qué mi papá metía a Dios de por medio le respondí: “iremos allá lo quiera Dios o no”, pero él me corrigió y me dijo que estábamos siempre en manos de Dios y que no podemos hacer nada si no es su voluntad. De mi papá también aprendí su testimonio de honradez; en una ocasión, cuando tenía seis o siete años, estando en su lugar de trabajo, encontré una caja llena de monedas; le mostré a mi hermano mi descubrimiento, y le propuse que tomáramos algunas para ir a comprar láminas para un álbum que estábamos coleccionando; mi hermano no dudó un segundo y tomó varias monedas, yo con un poco de remordimiento de conciencia tomé solo una. Cuando mi padre regresó a casa después del trabajo, nos llamó aparte a los dos y nos dijo que estaba muy defraudado por lo que habíamos hecho, pues no era lo que él nos había enseñado; nos dio unos cuantos correazos, pero desde ahí aprendimos a ser siempre honestos. Mi padre murió muy joven, a causa cáncer; sus amigos de trabajo mandaron a fabricar una placa en la que lo recordaban por su testimonio de trabajo y honradez.
De mi mamá recibí la fe y su deseo por hacer siempre el bien a los demás. Le agradezco mucho a ella su cercanía y compañía, pues a pesar de que trabajaba todas las mañanas, pasaba toda la tarde con nosotros en casa o nos llevaba consigo en las visitas que hacía a mis tías o a sus amigas. Ella viene de una familia con una profunda vida religiosa, pues mi abuela les supo transmitir la fe. Recientemente descubrí que mi abuela ayudaba a buscar vocaciones para la congregación religiosa a la que pertenece una de mis tías.
Debo decir que mi vocación es muy sencilla. Dios la sembró en mi corazón desde que era muy pequeño. Recuerdo que cuando me preguntaban qué quería ser cuando grande, yo respondía que me gustaría ser sacerdote. No recuerdo que alguien me lo haya insinuado; nació en mí espontáneamente ese deseo, aunque en realidad no sé por qué, pues yo no disfrutaba mucho ir a Misa o rezar el rosario, pero me atraía la figura del sacerdote.
Un día, estando en el colegio, nos visitó un sacerdote legionario, el P. Rafael González y nos pasó una hojita con un cuestionario. La pregunta principal era si teníamos la inquietud por la vocación y que si queríamos participar en una convivencia vocacional en Medellín. Yo por supuesto dije que sí. Además, me llamaba la atención poder tener unos días de vacaciones en la ciudad. Cuando mi mamá me dio permiso, a mi hermano no le pareció justo que yo me fuera solo, y me motivaron para que le preguntara al padre si él me podía acompañar, a lo que el padre accedió muy complacido. Al final, reuní un nutrido grupo de amigos y junto con otros niños del colegio nos fuimos para la apostólica, que en ese entonces se encontraba en la Estrella, al sur de Medellín. El lugar era muy austero, había una cancha de fútbol que tenía una inclinación de 30 grados (siempre jugábamos los de arriba contra los de abajo), los salones no eran muy grandes, lo mismo que el comedor y la capilla. Gracias a Dios, en medio de la austeridad, encontré un hermoso ambiente de caridad y de amabilidad, que fue lo que me atrajo poderosamente. Cuando regresé a mi casa, le dije convencido a mi madre que me iba al seminario. Ella se emocionó mucho y persuadió a mi papá para que me diera permiso. Durante los meses previos me preparé de la mejor manera posible, recibiendo las visitas del padre y comprando todas las cosas necesarias. Todavía recuerdo el viaje hasta el seminario, me llevó personalmente mi mamá en medios públicos, nos tardamos casi dos horas. En el momento no me había dado cuenta del enorme sacrificio que estaba haciendo, pues tenía sólo once años, me puedo imaginar lo difícil que habrá sido el viaje de regreso a casa.
En la apostólica estuve cinco años. Fue allí donde empecé a conocer más en profundidad mi fe. Como botón de muestra de mi ignorancia religiosa, está el hecho de que cuando escuchaba “Santísima Trinidad” pensaba que se trataba de una advocación de la Virgen María; para mí sólo existía Cristo, María y los santos… En la apostólica también me enamoré de la Legión, de su espíritu, del estilo del sacerdote legionario. El último año fue para mí el más difícil, pues empezaba a sentir el peso de la monotonía y tenía un poco de miedo de la vida del noviciado, pues sabía que era una etapa más austera y exigente. A todo esto, se sumó la enfermedad y muerte de mi papá. Aún así, conté siempre con el apoyo de mi familia, de mis superiores y sobre todo de mis compañeros, con quienes estoy sumamente agradecido.
El noviciado marcó un periodo de maduración de los motivos que me han llevado a seguir a Cristo. Fueron dos años de intensa vida de oración y de unión con Dios. Recuerdo con mucho cariño los ratos de adoración, las explicaciones de regla, los ratos de conversación con mis hermanos. Guardo gratos recuerdos de los dos meses de noviciado que dedicamos al trabajo en el campo, pues a diferencia de otros noviciados, teníamos la oportunidad de internarnos en la montaña, en condiciones austeras, para trabajar recogiendo café. Los últimos seis meses los viví con bastante intensidad como preparación para la primera profesión, que hice con la intensión de consagrar al Señor toda mi vida, aunque tuviera que decir que hacía los votos por tres años.
La siguiente parada en el camino fue Salamanca. Los primeros meses fueron cuesta arriba, pues significó para mí, como para muchos otros, un choque cultural, era la primera vez que tendría que vivir fuera de mi país, en un lugar con un clima bastante duro, especialmente en el invierno. Con el pasar de los meses me fui acostumbrando y me empezó a agradar mucho la experiencia salmantina. De este periodo rescato la seriedad y la exigencia de los estudios y el enriquecimiento que tuve con tantos hermanos de tan diversas nacionalidades; gracias a ellos empecé a valorar aún más mis raíces y a reconocer sus luces y sombras.
Después de dos años intensos de estudio y un par de meses en Barcelona ayudando con el Ecyd, me destinaron a Thornwood-New York para comenzar mis estudios filosóficos. Ahora el reto consistía en aprender una nueva lengua y una ciencia un poco más árida que la literatura y la historia. Recuerdo que los primeros meses salía del salón de clases con dolor de cabeza, pues tenía que esforzarme el doble para entender lo que estaba diciendo el profesor y para tratar de comprender la filosofía misma. Para mí los años en Estados Unidos fueron de los mejores años de mi vida, pues nuestra comunidad no era muy grande y teníamos un muy bonito ambiente de fraternidad, además, el centro de estudios era inmenso y la propiedad muy bonita. De estos dos años me traen muy buenos recuerdos la oportunidad que tuve de dar catequesis a unos niños de quinto de primaria; inicialmente no nos entendíamos mutuamente, pues mi acento no era muy claro y ellos hablaban muy rápido; con el tiempo, ellos me iban corrigiendo y yo les iba transmitiendo la fe.
Al final de estos dos años viajé hacia Mérida Venezuela para ser formador en nuestro seminario menor. Estos fueron años de mucho crecimiento y de mucha purificación, pues tenía cada año, bajo mi responsabilidad directa, la atención y el cuidado de 24 adolescentes, las 24 horas del día y los 7 días de la semana. El primer año y medio tuve a cargo a los más pequeños, que eran sumamente inquietos y peleoneros, pero muy sencillos y trasparentes; recuerdo que llegaba la noche y antes de llegar a la cama me empezaba a quedar dormido mientras caminaba. El siguiente año y medio tuve a mi cargo a los mayores, que comenzaban a tener sus crisis de la adolescencia, recuerdo que la última mitad de mi segundo año fue muy dura, pues tenía un grupo particularmente difícil; en las noches llegaba a la cama ya no tan cansado, pero sí preocupado por mis muchachos.
Mi último periodo de formación lo transcurrí en Roma. Allí hice la licencia en antropología filosófica y el bachillerato en teología. Fueron años de grandes cambios a nivel institucional, pero a nivel personal, de mucha paz y serenidad. Estar en Roma me ayudó a crecer en mi amor por la Iglesia y por el Papa; me esforzaba por estar atento a las palabras del Santo Padre, escuchaba resúmenes de sus catequesis, algunos de sus discursos, procuraba leer todos los documentos que publicaba. En Roma pude experimentar la catolicidad de la Iglesia; me encantaba ayudar en las Misas solemnes del Papa en la plaza de San Pedro. Tuve la gracia y la oportunidad de acolitar en la Misa de Pascua del 2018; entre los acólitos estaba uno de mis compañeros de clase, el H. Anthony Freeman, que esa misma noche pasaría a la eternidad, después de unos fructuosos ejercicios espirituales, de él extraño su simpatía, y su sentido del humor; era un hermano sumamente optimista. En Roma también tuve la oportunidad de ayudar en la parroquia de la “Gran Madre di Dio”, fue una experiencia que me ayudaba a salir de la rutina para darme a mí mismo a los demás.
Después de mi ordenación diaconal en Colombia el 12 de agosto del 2018, viajé a Padua donde actualmente estoy ayudando en el trabajo con los jóvenes del Regnum Christi y los adolescentes del Ecyd. Estos meses han sido de gran crecimiento y de aprendizaje, pues he estado muchos años en centros de formación y ahora me estoy adaptando a las circunstancias y a los retos del trabajo externo.
Quiero aprovechar para agradecerle en primer lugar a Dios Nuestro Señor y a su Santísima Madre que me han acompañado a lo largo de estos años. Pongo en sus manos mi sacerdocio y la salvación de mis almas. Agradezco también la intercesión de mis santos, especialmente de Santa Teresa del Niño Jesús, de quien me aficioné especialmente en los últimos años. Agradezco también a mis familiares que me han acompañado y sostenido a lo largo de estos años. Y cómo no recordar a tantos superiores y compañeros cuyos nombres no pongo por escrito, pues sería muy larga la lista, pero que ellos saben que han estado presentes en mi vida.
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