P. Javier Ayala, L.C.
¡Jesucristo!
Jesucristo es el amor de mi vida (cf. Jn 21,7). Hoy es Jueves Santo, día en que el Señor instituyó el sacerdocio en Jerusalén. Hoy por fin puedo escribir mi historia vocacional. O intentar por lo menos, porque mi historia la conoce sobre todo Dios. Él ha estado preparando mi corazón trece años para que el milagro de la eucaristía irrumpa en mis manos, para que mi voz pronuncie la frase redentora «Yo te absuelvo de tus pecados». Preparación del corazón. Estos años he aprendido que «la santidad no es la perfección de la conducta, sino la perfección del corazón». Yo quiero, con la gracia de Dios y de la mano de María, ser santo. Para mí la vida es un camino al cielo que pasa por la cruz. ¡Vamos al cielo!
Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir (Jr 20,7)
¿Qué quieres de mí, Señor? Yo estoy dispuesto a hacer lo que quieras de mí, preguntaba a Dios el 2 de febrero de 2003 en una playa al norte de África. Tenía dieciocho años y ese verano estaba viajando por Europa con mis hermanos y después con un amigo. La Providencia quiso que esos meses de vacaciones tuviese momentos solo, lejos de mi ambiente. La primera vez que visité el Vaticano me marcó. Algo sentí en la basílica de San Pedro, algo que cautivó mi corazón. Tanto que, en las últimas horas libres antes de dejar Roma, sentí una fuerte atracción a volver y rezar ahí. No tenía mucho tiempo, pero no podía partir de la Ciudad Eterna sin despedirme. Recé frente al sagrario del altar de San José. Salí de esa visita tocado. Cuando llegué corriendo desde la estación de metro al hotel, estaban todos los turistas arriba del autobús que nos llevaría al aeropuerto. Mi hermana se alivió al verme llegar, ella sabe que me gusta aprovechar el tiempo hasta el último segundo y por eso, muchas veces, soy impuntual.
En mi estancia en Roma también visité el Colegio Internacional de los Legionarios de Cristo. Me costó mucho encontrarlo, confundí la estación de metro Valle Aurelia con la estación de tren Roma Aurelia. Llegué tarde, justo cuando la comunidad pasa a oraciones de la noche. Desde una esquina, con mi pinta de chileno despeinado, contemplé un espectáculo, una especie de estampida humana. Cientos de jóvenes vestidos con sotana negra caminaban en silencio hacia la capilla. Vi caras conocidas de hermanos que habían trabajado en el colegio Cumbres de Santiago, que con alegre asombro abandonaban su procesión para saludarme. Ese instante lo tengo grabado. Algo de todo ello me sedujo.
¿Qué quieres de mí, Señor? Yo estoy dispuesto a hacer lo que quieras de mí. En esa playa el sol brilló de una forma que me hizo entender que Dios existía y me escuchaba, que tenía un plan para mí. Aunque entonces no supe bien cuál era. Al volver a Chile, se abría una nueva etapa llena de desafíos. Entré a estudiar Derecho en la Universidad Católica. Los primeros meses implicaron un gran esfuerzo de adaptación al nuevo ritmo de estudios. Estaba feliz con mi familia, con mi carrera, con mis amigos, pero algo había despertado en mí. Mi corazón había sido seducido por Alguien, un sentimiento que es muy difícil de explicar, pero que lo percibo y distingo como el sabor de mi chocolate preferido entre mil. Ese sentimiento me llevaba a pensar en horizontes lejanos, a viajar con mi alma a una región desconocida. Ya no estaba del todo aquí. Era como una sed que se saciaba y aumentaba con visitas al Santísimo en la capilla de mi facultad o en la de Otoñal –el nombre de la calle donde estaba la sección de jóvenes del Regnum Christi–. Me encantaba entrar a Otoñal. Ahí volvía a experimentar ese sentimiento que me dolía y, a la vez, me atraía.
Tú eres sacerdote para siempre (Sal 110,4)
Una noche, solo en mi habitación, rezaba repitiendo la misma frase de la playa. Estaba arrodillado frente al crucifijo de mi cama, de fondo sonaba el adagio de Albinoni. De repente, una palabra surgió clarísima en mi interior: «SACERDOTE». Me dolió esa palabra. Capté inmediatamente que mi vida se partía para siempre. Si esa palabra era verdad, tenía que dejarlo todo (cf. Lc 5,11), mi familia presente y futura que nunca tendría, mis amigos y mi tierra, mis planes… lo que más me dolía era dejar mis planes. Me dolía y atraía. Era mi verdad: «SACERDOTE». Al día siguiente yendo a la universidad todo era diferente: el metro, la ciudad, las clases, mis amigos, yo mismo. Ya conocía mi verdad.
En un acto de valentía hablé con mi director espiritual. Decidí congelar la carrera un año e ir a un curso de discernimiento vocacional de la Legión en Estados Unidos. Nadie, a excepción de mi mamá y dos amigos, sabía a qué iba. A todos les dije que quería ser colaborador –muchos jóvenes del Movimiento dan un año al servicio de la Iglesia en el Regnum Christi–. Cuando el avión despegó no podía parar de llorar. ¿Por qué me iba si no quería? Es cierto, no quería. La experiencia en el seminario fue una lucha. No sentía a Dios, no sabía qué me pedía o no quería saberlo, no estaba tranquilo. Después de unas semanas tomé la decisión de ser colaborador. Ese año en Michigan lo recuerdo con cariño, pero tampoco salí de él con una decisión. Hablaba mucho con el superior de la casa sobre mis dudas vocacionales. Una vez, él me dijo con gran sencillez: ¿qué es una vida? ¡Dala!
A la vuelta a Chile todo seguía igual, pero yo percibía más profundo mi cambio. Ya no me interesaban tanto las fiestas ni el futuro éxito profesional. Me preguntaba por qué Dios me devolvía al mundo sin mis ambiciones. Esos años comencé a ir a Misa en la semana y tomé muy en serio mi vocación como joven del Regnum Christi. Me gustaba ir a Misa de ocho de la noche. En medio de frescos de santos y bajo la luz tenue de mi parroquia, encontré refugio en la eucaristía y la comunión comenzó a ser una necesidad. Los lunes después de la Misa, un legionario exponía el Santísimo y oraba por las vocaciones.
Da la vida (Jn 10,11)
El otoño de 2005 conocí a una mujer que me encantó. Al llegar a mi casa y ver las estrellas antes de entrar, respiré como un verdadero enamorado. A lo mejor era eso lo que me estaba faltando, conocer a la mujer de mi vida. Por un tiempo que estuve con ella creí que fue así, pero pronto el sentimiento de haber sido seducido por el Señor volvió. Muchas veces experimenté ese amor que me dolía y atraía, ahí me decidía y después me desdecía. Me costaba mucho dejarlo todo.
Una tarde, rezando en una capilla lateral de mi parroquia buscaba una respuesta. Apoyé mi frente en una reja que protegía un baúl de madera con una reliquia de santa Teresita de Los Andes. Al abrir los ojos mi vista solo vio una frase: «DA LA VIDA», así tal cual, en mayúsculas. La figura de Cristo Buen Pastor estaba tallada con la inscripción: «El Buen Pastor da la vida» (Jn 10,11). El Buen Pastor me invitaba a ser pastor, a ser pescador de hombres (cf. Lc 5,10). Supe que esa frase era para mí, que correspondía con el anhelo más profundo de mi corazón. Con todo lo que había estado experimentando los años anteriores, esa era la única respuesta que me podía satisfacer plenamente: «DA LA VIDA», dar mi vida. Eso me define, soy un hombre de todo o nada. O daba mi vida o no daba nada.
No recuerdo bien cuándo di el paso. Más bien, creo que fue una cadena de pasos o de muchos «sí» que configuraron mi respuesta, como un gran mosaico que al final dice «sí». En unas misiones de verano en el norte de Argentina con dos legionarios que son pilares de mi vocación, comprendí que mi corazón ya estaba listo para partir. Todavía puedo ver los rayos del sol atardeciendo, que caían sobre muchas sonrisas y una capilla perdida en la precordillera. Al empezar el año lo conté a mis papás: quiero ser sacerdote. Y después de ellos a mis hermanos y a todos los demás. Durante mi primera meditación sabiendo que partiría, arrodillado frente a mi crucifijo –el mismo que me había anunciado mi vocación hace unos años– medité en el pasaje de la Anunciación. Entendí que María dijo «sí» sin saber todo lo que vendría. Ella confió y no se equivocó (cf. Lc 1,26-38). Mi vida sería igual, intuí. Yo también confiaría: Jesús, confío en Ti.
Los años de formación han estado llenos de gracias. Soy testigo del ciento por uno del Evangelio (cf. Mc 10,28-31). Sobre todo, como dije al principio, ha sido un tiempo en que el Señor ha ido formando y preparando mi corazón para el inmerecido don del sacerdocio. Hace poco escuché una homilía que resume bien mis años en el seminario. En ella un obispo decía que la gran pregunta antes de una ordenación no era tanto aquella sobre las fortalezas del candidato, sino sobre sus debilidades. Y la formulaba en tres: ¿Eres suficientemente débil para ser sacerdote? ¿Estás suficientemente roto para ser sacerdote? ¿Tienes el miedo suficiente para ser sacerdote? Si estas son las tres preguntas, creo que estoy listo (cf. 2Co 12,5). Estos años he experimentado mi debilidad hasta tocar fondo y romperme. Tengo miedo al pecado y a todas sus falsas seducciones, tengo miedo de una vida doble, tengo miedo de estar lejos del Señor. Pero «todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Flp 4,13). También me he dejado tocar por la fuerza de la gracia que sana, me he dejado levantar por su brazo redentor que salva, me he dejado encontrar por su mirada que sonríe. He experimentado la salvación del Señor, su misericordia. Jesús significa «Dios salva» (cf. Mt 1,21). Creo firmemente que no empezamos a ser cristianos hasta que experimentamos esa salvación.
Sufrí una fuerte pérdida en medio de este proceso, mi mamá murió joven. Murió con un deseo de verme sacerdote y estar en primera fila el día de la ordenación. Yo sé que Jesús no le negará ese anhelo. Ella estará ahí, el sábado 4 de mayo de 2019, en la verdadera primera fila, la del cielo.
¡Gracias, Señor!
Quiero dar gracias a Dios por mi vocación que me hace ser un hombre inmensamente feliz. Necesitaré toda la eternidad para agradecerle (cf. Sal 89,2). Quiero agradecer a la Virgen, mi Madre, y a los santos que me acompañan y sostienen. Quiero agradecer a mi familia, a mis hermanos legionarios, a todas las personas que quiero y a todas aquellas que el Señor ponga en mi camino al cielo. Sé que mi voz pasará y no me importa. Porque quedará la única palabra que quiero pronunciar con mi vida: ¡Jesucristo!
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P. Javier Ayala Birrell, L.C. Nació el 13 de junio de 1984 en Santiago de Chile. Fue alumno del Colegio Cumbres de Santiago, miembro del ECYD y del Regnum Christi. De 2003 a 2004 fue colaborador en Estados Unidos. Estudió tres años de derecho en la Universidad Católica de Chile. El 14 de septiembre de 2006 ingresó al Noviciado de la Legión de Cristo en Salamanca y cursó allí las humanidades. En 2009 inició el bachillerato en filosofía en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum. En 2011 comenzó sus prácticas apostólicas como director de la sección de jóvenes de La Dehesa en Santiago de Chile. De 2014 a 2018 estudió la licencia en filosofía y el bachillerato en teología. Fue ordenado diácono el 4 de agosto de 2018 en Santiago. Actualmente trabaja en la pastoral juvenil del Regnum Christi y en el colegio Everest de Santiago de Chile.